
Sus lágrimas caen como el rocío de una noche oscura. Su rostro está desencajado por el dolor, por ese dolor desesperante, trágico, que busca un refugio para calmarse. Está sentada junto a esas máquinas que dictaminan la vida por medio de un sonido. La habitación emite un olor pestilente y la ventana con marco de metal desgastado, deja penetrar un poco de luz que refleja las carencias de aquel edificio del centro de la ciudad, ubicado entre plazuelas llenas de acacias y chorisias, entre tiendas y galerías que se abarrotan con gente de una urbe infestada por el aire contaminado y repulsivo.
Carmen mira como pasa el tiempo tan adverso. La vida detenida en un capricho sin contemplaciones. Las lágrimas vuelven a brotar y la desdicha de verlo sin una sonrisa como la que tenía en casa antes de que se desplomara en un acto casi dramático, la envuelve en una amarga tristeza. Lo observa inmóvil, conectado a tubos transparentes que salen de varias máquinas. Él está quieto como si estuviera sumido en un sueño interminable.
Joe Ordóñez jugaba con sus compañeros de la primaria con una alegría poco usual. Sus días en el colegio eran disfrutados con exaltación. Tomaba la vida con el relajo que se tiene ante situaciones intrascendentes. Era el chacotero, el burlón de la clase. Pasaba todo el día jugando con sus compañeros y realizando excursiones. Siempre tuvo esa facilidad para ganar popularidad entre sus amigos. La secundaria la hizo en un colegio de varones, en donde la unión formaba una hermandad de compinches, de socios vinculados por el juego, de esos grupos con códigos y normas que no se infringen por nada. Vivía en una felicidad sin contratiempos. Carmen lo engreía como si todavía fuese parte de ella, como si tuvieran una conexión más que sanguínea. Es por eso, que trabajaba casi todo el día en una fábrica de la avenida Argentina para que no le faltase nada.
El último año en la secundaria, ya era el más popular del colegio. Todos lo admiraban por su simpatía. Además, era codiciado por las chicas más lindas de la cuadra. Su madre tenía que botar a muchas de su casa porque armaban un caos -en cierta parte, también por celos de madre-. La felicidad pasaba y se entregaba cómodamente a sus brazos. Cuando sacó su documento de identidad, ya sentía un cambio personal. Esa entrada a un callejón vació, donde tienes que construir sin parar, sorteando obstáculos. Pero la felicidad seguía consintiéndolo. En ese entonces, salía con Adriana, una de las chicas más bellas del barrio.
Joe vivía feliz. Ya habiendo terminado el colegio, se levantaba temprano para ir a una academia preuniversitaria en Santa Beatriz. Quería ser médico, y de los buenos -eso les decía siempre a sus amigos-. Aunque no sabía en que se quería especializar, él solo quería curar a la gente. Después de un año preparándose arduamente y a punto de postular a la universidad, empezó la tragedia.
Un 15 de agosto. Miércoles a las cinco y cincuenta de la tarde. El sol iluminaba las calles. La gente caminaba extasiada por la avenida Arequipa. Joe viajaba sentado en la parte delantera, al costado del chofer en una de esas "combis" de la muerte. Quería contarle a su madre que lo habían elegido como uno de los mejores alumnos de la academia. El viento se cortaba bruscamente en su rostro por la velocidad. Los pasajeros perdían el equilibrio en sus asientos con el frenar violento del colectivo. Joe se dio cuenta que el chofer transpiraba y que las gotas volaban disparadas hacia la parte trasera. La competencia por ¨levantar¨ más pasajeros era una guerra. La velocidad crecía y sentía fluir sus nervios a través de las manos que se aferraban al asiento cada vez más y más y más fuerte.
Después de enterarse de la tragedia, Carmén lloró desconsoladamente en el hospital. Los doctores le dijeron que solo tenía traumatismos y que apenas despertara le harían exámenes para descartar lesiones internas. Al abrir sus ojos, Joe vio un muro blanco. Pensó que estaba en el cielo, entre nubes y ráfagas de viento, pero se dio cuenta que el cielo no era de concreto. No era el momento de un viaje sin retorno para Joe. Pasaron dos semanas y su madre esperó los resultados de los exámenes con un mal presentimiento. Sentada en la sala de espera, vio que el doctor se le acercaba, notando en su miraba esa abatimiento que caracteriza a la tristeza.
-Señora Tuesta de Ordoñez -llamó el médico.
-Dígame doctor -respondió Carmen, ingresando inmediatamente a su consultorio.
-Señora voy a ser directo con el caso de su hijo. La verdad, no hay lesiones externas graves -dijo, con esa franqueza desenfrenada que identifica a los médicos -. Pero hemos encontrado unas lesiones en el páncreas, probablemente producto del impacto.
-Qué es eso doctor, a qué se refiere.
-Mire señora, voy a ser sutil con usted para no alarmarla. Estas lesiones han provocado que el metabolismo de su hijo cambie bruscamente, lo cual le ha originado una diabetes crónica.
Unas gotas le brotaron desde lo más profundo del alma. A pesar de su incertidumbre, el solo hecho de que tenga una enfermedad le causó sufrimiento. El médico siguió con la explicación diciéndole que el páncreas no producía suficiente insulina para ayudar a que la glucosa contenida en los alimentos ingrese a las células del cuerpo. Con esto Joe perdería energías si no mantenía un régimen estricto a base de dietas y pastillas, lo que podría causarle un coma diabético y, posteriormente, la muerte. Carmen escuchó aturdida, pensando en cómo le diría esto a su hijo, y sobre todo en cómo lo ayudaría a asimilarlo.
Joe se enteró un lunes por la noche. La calle gris apenas dejaba notar los cipreses de la calle José Gálvez. Miraba desconsolado por la ventana, buscando una explicación a lo que le pasaba. Esa explicación que nos hacemos en momentos de dificultades, en la que un giro de 360° se convierte en un cambio abrupto que tenemos que experimentar. Le costó mucho tiempo aceptar la enfermedad. La diversión pasó a un segundo plano y las ganas de estudiar -irónicamente la profesión médica- se apartó de la mente. Pero lo más difícil fue la dieta sin condimentos, ni azúcar. La comida pasó a ser repugnante, insípida como su rutina.
Lo peor pasó cuando ante una reducción de personal en la fábrica, Carmen se quedó sin trabajo. Ahora quién le iba a comprar las medicinas a su hijito. Cómo le haría su dieta. Su pollito sancochado con verduras, sus torrejitas de atún sin pimienta. Las cosas se complicaban. Pero Carmen era fuerte y ante la adversidad se las ingenió para conseguir lo que necesitaba. Salió todos los fines de semana al sur de la capital, a su Chincha adorada, para vender productos naturales de belleza, con lo cual consiguió lo suficiente para las medicinas y los alimentos de su adorado Joe.
Así pasaron los años. Y cuando Joe ya bordeaba los cincuenta, la costumbre se convirtió en una aliada, en una amiga incondicional. Hasta que un día sintió que sus años vividos eran insustanciales, que el giro le jugó una mala pasada que lo revolcó estrepitosamente. Es por esta razón que decide vivir intensamente, entregándose al placer de las comidas sabrosas, bebidas dulces, y todas las cosas que le prohibieron por mucho tiempo. Joe sabía que entraría a una ruleta, en la cual no se aseguraba la victoria.
Carmen mira como pasa el tiempo tan adverso. La vida detenida en un capricho sin contemplaciones. Las lágrimas vuelven a brotar y la desdicha de verlo sin una sonrisa como la que tenía en casa antes de que se desplomara en un acto casi dramático, la envuelve en una amarga tristeza. Lo observa inmóvil, conectado a tubos transparentes que salen de varias máquinas. Él está quieto como si estuviera sumido en un sueño interminable.
Joe Ordóñez jugaba con sus compañeros de la primaria con una alegría poco usual. Sus días en el colegio eran disfrutados con exaltación. Tomaba la vida con el relajo que se tiene ante situaciones intrascendentes. Era el chacotero, el burlón de la clase. Pasaba todo el día jugando con sus compañeros y realizando excursiones. Siempre tuvo esa facilidad para ganar popularidad entre sus amigos. La secundaria la hizo en un colegio de varones, en donde la unión formaba una hermandad de compinches, de socios vinculados por el juego, de esos grupos con códigos y normas que no se infringen por nada. Vivía en una felicidad sin contratiempos. Carmen lo engreía como si todavía fuese parte de ella, como si tuvieran una conexión más que sanguínea. Es por eso, que trabajaba casi todo el día en una fábrica de la avenida Argentina para que no le faltase nada.
El último año en la secundaria, ya era el más popular del colegio. Todos lo admiraban por su simpatía. Además, era codiciado por las chicas más lindas de la cuadra. Su madre tenía que botar a muchas de su casa porque armaban un caos -en cierta parte, también por celos de madre-. La felicidad pasaba y se entregaba cómodamente a sus brazos. Cuando sacó su documento de identidad, ya sentía un cambio personal. Esa entrada a un callejón vació, donde tienes que construir sin parar, sorteando obstáculos. Pero la felicidad seguía consintiéndolo. En ese entonces, salía con Adriana, una de las chicas más bellas del barrio.
Joe vivía feliz. Ya habiendo terminado el colegio, se levantaba temprano para ir a una academia preuniversitaria en Santa Beatriz. Quería ser médico, y de los buenos -eso les decía siempre a sus amigos-. Aunque no sabía en que se quería especializar, él solo quería curar a la gente. Después de un año preparándose arduamente y a punto de postular a la universidad, empezó la tragedia.
Un 15 de agosto. Miércoles a las cinco y cincuenta de la tarde. El sol iluminaba las calles. La gente caminaba extasiada por la avenida Arequipa. Joe viajaba sentado en la parte delantera, al costado del chofer en una de esas "combis" de la muerte. Quería contarle a su madre que lo habían elegido como uno de los mejores alumnos de la academia. El viento se cortaba bruscamente en su rostro por la velocidad. Los pasajeros perdían el equilibrio en sus asientos con el frenar violento del colectivo. Joe se dio cuenta que el chofer transpiraba y que las gotas volaban disparadas hacia la parte trasera. La competencia por ¨levantar¨ más pasajeros era una guerra. La velocidad crecía y sentía fluir sus nervios a través de las manos que se aferraban al asiento cada vez más y más y más fuerte.
Después de enterarse de la tragedia, Carmén lloró desconsoladamente en el hospital. Los doctores le dijeron que solo tenía traumatismos y que apenas despertara le harían exámenes para descartar lesiones internas. Al abrir sus ojos, Joe vio un muro blanco. Pensó que estaba en el cielo, entre nubes y ráfagas de viento, pero se dio cuenta que el cielo no era de concreto. No era el momento de un viaje sin retorno para Joe. Pasaron dos semanas y su madre esperó los resultados de los exámenes con un mal presentimiento. Sentada en la sala de espera, vio que el doctor se le acercaba, notando en su miraba esa abatimiento que caracteriza a la tristeza.
-Señora Tuesta de Ordoñez -llamó el médico.
-Dígame doctor -respondió Carmen, ingresando inmediatamente a su consultorio.
-Señora voy a ser directo con el caso de su hijo. La verdad, no hay lesiones externas graves -dijo, con esa franqueza desenfrenada que identifica a los médicos -. Pero hemos encontrado unas lesiones en el páncreas, probablemente producto del impacto.
-Qué es eso doctor, a qué se refiere.
-Mire señora, voy a ser sutil con usted para no alarmarla. Estas lesiones han provocado que el metabolismo de su hijo cambie bruscamente, lo cual le ha originado una diabetes crónica.
Unas gotas le brotaron desde lo más profundo del alma. A pesar de su incertidumbre, el solo hecho de que tenga una enfermedad le causó sufrimiento. El médico siguió con la explicación diciéndole que el páncreas no producía suficiente insulina para ayudar a que la glucosa contenida en los alimentos ingrese a las células del cuerpo. Con esto Joe perdería energías si no mantenía un régimen estricto a base de dietas y pastillas, lo que podría causarle un coma diabético y, posteriormente, la muerte. Carmen escuchó aturdida, pensando en cómo le diría esto a su hijo, y sobre todo en cómo lo ayudaría a asimilarlo.
Joe se enteró un lunes por la noche. La calle gris apenas dejaba notar los cipreses de la calle José Gálvez. Miraba desconsolado por la ventana, buscando una explicación a lo que le pasaba. Esa explicación que nos hacemos en momentos de dificultades, en la que un giro de 360° se convierte en un cambio abrupto que tenemos que experimentar. Le costó mucho tiempo aceptar la enfermedad. La diversión pasó a un segundo plano y las ganas de estudiar -irónicamente la profesión médica- se apartó de la mente. Pero lo más difícil fue la dieta sin condimentos, ni azúcar. La comida pasó a ser repugnante, insípida como su rutina.
Lo peor pasó cuando ante una reducción de personal en la fábrica, Carmen se quedó sin trabajo. Ahora quién le iba a comprar las medicinas a su hijito. Cómo le haría su dieta. Su pollito sancochado con verduras, sus torrejitas de atún sin pimienta. Las cosas se complicaban. Pero Carmen era fuerte y ante la adversidad se las ingenió para conseguir lo que necesitaba. Salió todos los fines de semana al sur de la capital, a su Chincha adorada, para vender productos naturales de belleza, con lo cual consiguió lo suficiente para las medicinas y los alimentos de su adorado Joe.
Así pasaron los años. Y cuando Joe ya bordeaba los cincuenta, la costumbre se convirtió en una aliada, en una amiga incondicional. Hasta que un día sintió que sus años vividos eran insustanciales, que el giro le jugó una mala pasada que lo revolcó estrepitosamente. Es por esta razón que decide vivir intensamente, entregándose al placer de las comidas sabrosas, bebidas dulces, y todas las cosas que le prohibieron por mucho tiempo. Joe sabía que entraría a una ruleta, en la cual no se aseguraba la victoria.


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